jueves, 21 de marzo de 2013

Paraguas

- Si quieres podemos abrir el paraguas...
- Pero ¡si no llueve!
- Así podríamos estar un poco más cerca...

Encontrarla

Puso la llave en la cerradura y abrió lentamente la puerta de su departamento; en medio de la oscuridad tanteó hasta encontrar el interruptor de la lámpara de pie que estaba junto al sillón. Respirando hondamente observó su tranquilo hogar, todo estaba allí justamente como lo había dejado aquella mañana.

Tras sacarse los zapatos se acercó a la cocina, y calentó agua para prepararse un poco de café; con la taza ya en la mano y el humo empañando sus anteojos tomó el libro que había quedado sobre la mesa y se acomodó bajo la luz. 

Dejando reposar los pies en lo que sobraba del sillón se dispuso a leer un par de hojas. La novela lo tenía atrapado, se mordió el labio inferior a la espera de algún suceso. Cuando la vista se le cansó, se quitó los lentes y se durmió.

Se despertó una horas después, con un poco de saliva cayendo por su barbilla. Bostezó mientras se desperezaba y un terrible halo de mal aliento se sintió en el ambiente. Se frotó los párpados mientras se disponía a ir a su habitación. Levantó la mirada y allí estaba ella.


Ella estaba sonriéndole cual guardiana de sus sueños. Él quiso abrazarla, pero se contuvo, quería mirarla un instante más. Había soñado por años con aquel momento, extrañaba sus caricias y escucharla leerle las más conmovedoras historias. Ella le puso la mano en su hombro, el calor de ese gesto le traspasó la camisa; él intentó no respirar unos segundos, quería que aquello durara para siempre.


Por un instante desvió la mirada de aquella bella sonrisa, y cuando volvió a buscarla ella se apartaba lentamente por el pasillo hacia la cocina.

Con lágrimas en los ojos volvió a recostarse; intentó dormir nuevamente. Inhaló y exhaló repetidas veces tratando de calmarse para poder descansar y fue entonces cuando sintió olor a cebolla cocinándose, ese aroma lo himnotisó repentinamente. Se calzó las pantuflas y siguió los pasos de ella.

La encontró revolviendo trozos de cebolla que se estaban dorando en la sartén; ella bajó la mirada para su costado derecho y lo mismo hizo él. Allí estaba él de pequeño tirándole el delantal a su madre y ella acariciándole el rostro.

lunes, 18 de marzo de 2013

Primera noche

Quise hallar las palabras para explicarte la belleza de la luna en esta noche; tartamudeé y me quedé callada, fue imposible. Miré tus ojos, esos ojos marrones que tantas veces me endulzaron, y comprendí que no era necesario aquel esfuerzo. Entendí que tan solo necesitaba tomarte de la mano y llevarte cuesta arriba antes de que terminara de anochecer.

Mis dedos se enlazaron con los tuyos, te sonreí decididamente y comenzamos a caminar. Mis ágiles pasos apresuraban tu andar pero no preguntaste dónde íbamos, nunca lo hacías. Nuestras palmas sudadas no tenían intención de separarse, se sentían seguras allí.

Llegamos finalmente a la cima desde donde se contemplaba perfectamente la luna, pero había anochecido. El contraste del brillante blanco con el fondo violeta del que me había enamorado ya no se veía; la luna posaba nuevamente sobre el cielo oscuro.

Te abracé y lloré, lloré mil lágrimas de cristal y tú seguías ahí consolándome con tu silencio; me besaste en los labios dándome a entender que al menos tú no habías cambiado. Contemplaste la luna por un instante y luego, deteniéndote en mi mirar, me regalaste la noche.

Temo

¿A qué te refieres cuando hablas de entender? Dime, ¿a qué te refieres? Me gustaría saber si te has puesto en mi lugar, si alguna vez dejaste ir a quien te enseñó a amar. Quisiera que trates de comprender que a veces se necesita decidir con la cabeza para cuidar los corazones. Sería hermoso seguir cada latido y escuchar lo que dicta la piel, pero ¿nunca has temido por la integridad de tu corazón? Pues yo lo he hecho: temí por el tuyo y por el mío; por el tuyo en primer lugar. 

sábado, 16 de marzo de 2013

No coquetear

Si algún día te encuentras coqueteando con la muerte, recuerda que en toda relación una de las partes se involucra más que la otra. Puedes tomar este consejo como dejarlo, pero luego espero que esta amante no te tome desprevenida.

En día en que la conocí llovía. Abrí el paraguas y esperé el colectivo. La línea B pasaba cada cuarenta minutos, pero aquella vez se atrasó. Las piernas me temblaban y miles de imágenes se cruzaban por mi cabeza. Sabía que ese retraso podía cambiar el rumbo de los sucesos, pero intentaba permanecer tranquila. 

El micro frenó, subí rápidamente las escaleras sintiendo que alguien lo hacía detrás mío. Al voltearme, no había nadie allí. El temblor del pulso hizo que coloque las monedas del pasaje despacio en la máquina, escuchando el caer de ellas en el interior de la caja metálica.

Me senté, ideando el nuevo plan a seguir. Sabía que estaba en la casa, sabía que no iría al trabajo. El reloj marcaba las diez menos veinte. Al visualizar la parada tomé envión; y, sosteniéndome de una de las barandas, le pedí al colectivero que se detuviera. Bajé y con paso ligero caminé con el paraguas hacia la casa.

Allí lo vi, cocinando un arroz blanco, revolviéndolo con una cuchara de madera. Lo abracé por la cintura y le besé el cuello. Suavemente estiré la mano hasta alcanzar la cuchilla. Mi mano estaba firme; las cortinas, la cacerola, todo lo que estaba ahí eran cómplices míos.

El silencio, el silencio fue lo que falló. Él escuchó cómo mi cuerpo se movía hasta posicionar el filo tras su cuello. Oyó, oyó y actuó. En un movimiento fugaz sentí cómo la cuchilla era introducida lentamente en mi pecho. Me vi sangrando, vi cómo él lloraba sin parar. No me desperté.

Vuelvo a tener conciencia desde el momento en que llega la policía de turno. Observando mi cuerpo tirado en las baldosas de la cocina, ordenó moverme y llevarme a la funeraria.

Esperaba encontrarme con mi familia, algún amigo y hasta el vecino. Yacía yo en el lecho de muerte, sólo mi madre lloraba. Le entendí unas pocas palabras "Juicio...", "Novio..." y "Te perdono." Fue entonces cuando decidí, mi amor, venir a contarte la historia, y recomendarte nunca coquetear con la muerte. 

Confesiones

Al terminar de rezar sus veinte rosarios diarios y ponerse en las manos del Señor, el Padre Carlos partió hacia su parroquia. Las primeras cuatro horas del día estaban destinadas a las confesiones.
Se puso el hábito, entró a la capilla y se persignó. Adentro ya estaba esperándolo la hermana Mariana, aquella muchacha que rara vez se apartaba del camino de Dios. Se encontraba arrodillada en el banco más cercano a la estatua de la Virgen María; lloraba, y lo hacía sin parar. Tenía las manos mojadas de lágrimas y al pararse se frotó las rodillas doloridas de haber estado pidiendo perdón arrodillada sobre arroz.

El Padre Carlos se sorprendió con esa imagen, nunca la había visto tan destrozada. Se acercó y, rodeándola con su brazo, le dijo: "¿Qué sucede hermana mía?" Fue entonces cuando ella levantó la cabeza y titubeando dijo: "Sucede... sucede que ayer..." las lágrimas no la dejaban seguir, se ahogaba y la respiración era cada vez más forzada. "Sucede que ayer no he hecho la oración de la noche" confesó en un suspiro. "No temas hermana, el Señor te ha perdonado", dijo el cura pacíficamente. La monja se quedó observándolo unos minutos, pareció que algo la invadió de repente consolándola y borrándole las huellas del llanto. Ambos se sentaron a leer la lectura de la misa de esa mañana.

Una hora más tarde vieron entrar a una mujer con los ojos rojos y la cara hinchada. Se acercó al cura diciéndole: "Padre Carlos necesito su ayuda, debo confesarme." Él, dejándole la biblia a la monja, la acompañó hasta otro sector de la capilla invitándola a sentarse y contar su pecado. "Padre, usted sabe que en estos días mi marido ha perdido el trabajo" dijo la mujer mientras él asentía con la cabeza. "El fin de semana mi nene se ha enfermado, lo hemos llevado al doctor, quien le recetó medicamentos que no están al alcance de mis manos. Fue entonces cuando sumida en desesperación salí a la calle, dejé al nene con mi marido, fui en busca de dinero. Ofrecí mis servicios sexuales a un par de autos que me aceptaron remunerándome bastante bien. He logrado comprar los antibióticos pero no logro borrar aquellas imágenes de mi mente", explicó la señora. "Vaya con Dios, sus pecados han sido perdonados" dijo el cura tomándole la mano para ayudarla a pararse.

Unos minutos después entró un hombre vestido de jean con la mirada perdida. Buscó al Padre y al acercarse a él rápidamente largó su confesión: "He estado haciendo negocios en negro, no he cumplido con las promesas que hice a mis trabajadores y ellos trabajan arduamente todos los días de la semana.""¿Estás dispuesto a cambiarlo?" preguntó el cura. El hombre asintió y luego el Padre colocó una mano en su frente liberándolo de sus pecados.

Ese mismo día pero por la tarde apareció un señor vestido de traje, Carlos lo había visto en algún lado. El cura le preguntó qué hacía allí y este le contestó: "La ley que permite el aborto se sancionó y he votado a favor." Fue entonces cuando el Padre comprendió que esta confesión era la más dura que había oído en el día; no lograba comprender cómo el poder podía lograr que alguien cambie sus convicciones para no perder seguidores.

Chau amor

Allí lo vi, tendido sobre los pastos secos del baldío que separaba mi casa de la suya. Estaba tumbado boca abajo con su jean desgastado, descalzo y con el torso descubierto. Esa imagen y todas las ideas que rondaban en mi cabeza tratando de entender la situación, me paralizaron. Me detuve un instante por temor a lo que podía llegar a hallar y me dediqué a mirar el entorno.

El sol cuasi-primaveral brillaba esa mañana entre medio de nubes que se movían ligeramente. El viento soplaba impidiendo que el calor fuera percibido por mi cuerpo, por el contrario, tenía frío. Aunque dudo si ese frío se debía a la temperatura o a la escalofriante imagen que se presentaba frente a mí. Parecía que la ciudad no había amanecido aún; a pesar de que eran las nueve de la mañana nadie transitaba las calles.

Tuve miedo, tuve miedo al acercarme y descubrir que no dormía. Su espalda estaba embadurnada con un mejunje de sangre y tierra. Comencé a llorar, me agaché y dando vuelta su cabeza me encontré con su mirada perdida. Los bellos ojos color café de los que siempre estuve enamorada estaban desviados, ya sin vida. Su boca; esos labios carnosos que tan apasionadamente me habían besado estaban empapados en sangre. Me desesperé, no sabía qué hacer; la tristeza, bronca y confusión se fusionaban dentro de mi pecho logrando inmobilizarme.

Grité, grité fuertemente sintiendo que mis cuerdas vocales se desgastaban. No aparecía nadie. Lloré tirada a su lado abrazando aquel torso desnudo que me había dado calor. Así me dormí, queriendo no despertar nunca.

Ataque final

Amaneció temprano, habíamos pasado aquella noche anclados en Pearl Harbor. Los marineros aún se estaban levantando cuando mi labor fue interrumpida.

Con el delantal puesto, mientras preparaba el desayuno oí alboroto y el ruido de turbinas. Con mi compañero de cocina subimos a ver qué sucedía. Eran varios aviones militares, aviones que volaban bajo y eran japoneses. Un escalofrío corrió por nuestras venas, debíamos decidir qué hacer.

Corrimos, corrimos a despertar a los otros navegantes. Mientras salíamos, los japoneses dispararon una bomba por debajo del mar que impactó con la parte inferior del barco. Fue entonces cuando comenzamos a desesperarnos, ello implicaba que nos empezaríamos a hundir. Algunos se tiraron por la borda, mientras otros quedamos paralizados del terror.

Logré saltar antes de que una bomba impactara verticalmente en el centro de nuestro barco. Este último disparo destruyó el navío que cayó sobre muchos de mis compañeros que nadaban desesperados. Quienes logramos escapar llegamos a la orilla agitados y con los rostros tan pálidos como la cal.

Este 7 de diciembre ha marcado mi vida, y tal vez sea un punto de inflexión en toda la violencia que caracteriza al mundo entero desde 1939.

El encuentro

Empezaba un nuevo día en el que mamá, aún sin trabajo, nos abrigaba a mis hermanos y a mí para salir en busca de algún alimento que sacie un poco nuestro hambre. El hélido frío matutino congelaba mis dedos escuálidos y sucios. Cada uno con su bolsa vacía comenzaba la búsqueda en un sentido distinto.

Aquél día me tocó ir sola a la zona Norte, Clara, quien siempre me acompañaba tenía un terrible estado gripal y debió quedarse junto al fuego. Mi trabajo era siempre el mismo: abrir cuidadosamente las bolsas de basura e introducir las manos entre los desechos con la esperanza de sentir la textura de un poco de pan, arroz o carne.

Fue en una de esas bolsas donde sentí algo pegajoso latir, pensé en la probabilidad de que alguna moustrosa  persona hubiera embolsado a un bebé. Rompí desesperadamente el plástico, pero en su interior veía tan solo residuos. Desparramé el contenido en la vereda y escarbé hasta encontrar lo que provocaba los latidos. 

Lo tomé entre mis manos, era una pequeña bola pegajosa muy similar a una mora. Su luminosidad parecía el brillo de una lamparita azul. Tenía dos orificios separados por los cuales emanaba un soplido constante. Sus ojos pequeños transmitían compasión. 

Encontrar este diminuto ser parecía ser una señal del destino. Acuclillada junto a una vidriera lo acaricié, no conocía su origen y probablemente nunca lo sabría. Quería mostrarlo, contarle a todos su existencia; pero debía seguir trabajando.

Cuando ya había conseguido la comida suficiente para que al volver mi madre no me castigue, decidí regresar. Teniéndolo en el bolsillo le conté a ella la historia, tratándome de loca me hizo callar.

Esa noche en vez de dormir fui en busca de mi tío, amante de las cosas extrañas. Él miró lo que le mostraba y lo investigó. Justo cuando me lo devolvía pasó algo asombroso. En el momento en que su mano y la mía lo sostenían mutuamente se desvaneció convirtiéndose en un líquido viscoso. Sustancia que se escabullía entre los dedos cayendo al piso.

Asombrados, permanecimos aproximadamente veinte minutos observando el suelo enchastrado. De repente, el líquido azulado volvió a tomar forma de mora; brillando más fuerte que antes comenzó a vibrar y volar chocándose las paredes. Sin sabes qué hacer tratamos de agarrarlo pero fue imposible. Finalmente abrimos puertas y ventanas y el misterioso sujeto voló fuera de la casa encaminado hacia Marte. 

Los padres

Llegas a la puerta de su casa, te detienes y dudas. Te preguntas si deberías tocar timbre, golpear o simplemente llamarlo por teléfono para avisarle que has llegado. Escoges la última opción y sientes tu corazón latir mientras esperas que te atienda. Las manos te sudan y vez la cara de tu novio mientras abre la puerta: está feliz. Su sonrisa te desespera, ya has conocido a sus padres pero nunca los has visto en la casa.

Entras, no sabes cómo comportarte. Te percatas de que la ropa que llevas puesta no es la adecuada: la remera remarca demasiado tus pechos. Caminas detrás de tu novio hasta la cocina donde está su madre preparando las ensaladas. Te acercas a saludarla y de abraza mientras cuenta lo alegre que está de tu presencia. Le regalas tu mejor sonrisa mientras ruegas internamente que no haya usado mucho vinagre de vino al condimentar, porque lo odias.

Se abre la puerta del garage y entran el padre de tu novio y un tentador olor a asado. Él bromea sobre tu visita y te saluda como lo haría a su hija. Te tranquilizas, sabes que no hay nadie más en la casa porque tu "cuñada" está estudiando en Córdoba. Vas hacia la parrilla con la excusa de echarle un vistazo a la carne, pero en realidad quieres alejarte, respirar hondo y preguntarte cómo seguirá la velada.

El asado está listo. Ayudar a poner la mesa mientras platicas con tu "suegra" sobre teatro y la escuela. Una vez todos sentados se genera un silencio incómodo y el padre de tu novio prende el televisor para tener ruido de fondo. La charla es muy amena y te distiendes hasta el punto de comenzar a tutearlos. Lamentas haberte servido tanta ensalada, tenía aceite de vino en cantidad.

Después de comer un poco de helado ayudas a levantar la mesa. Te ofreces a lavar los platos, no porque te agrade sino porque quieres que los padres de tu novio se retiren a su habitación lo antes posible; mueres de ganas de tumbarte con tu enamorado en el sillón a mirar una película. Ambos se despiden de ustedes y en el preciso momento en que cruzan la puerta de la pieza abrazas a tu novio y le cuentas lo mucho que lo amas.

Un Dios

Llegaban las vacaciones y yo estaba en crisis nuevamente, pero esta vez era peor. Mi año había sido catastrófico: en dos meses fallecieron repentinamente mis dos abuelos.

Como todos los diciembres volvía Clara del monasterio. Ella es mi mejor compañera, pero respecto a religión diferimos sorprendentemente. Ella abraza su cruz, mientras yo pregonaba la inexistencia de un ser superior. Creía simplemente en el Karma, pero esa vez mis creencias no bastaban para entender lo que sucedía. 

Tengo pánico al día 13, uno de mis abuelos murió un martes 13 y el otro un viernes del mismo número. Era miércoles cuando vino Clara a tomar mates a casa, entre charla y charla, me contaba lo gratificante que era estar constantemente ofrecida a su Dios.

Cuando le conté lo que me había sucedido, en vez de llorar conmigo, ella estaba en paz absoluta. Me enervaba verla tranquila, para mí el mundo era una mierda y ella sonreía. Después de que terminé de llorar, me miró y dijo: "Con el pesimismo con que enfrentás la vida, te apuesto un viaje juntas a Roma que no lográs estar un año en el convento." Agarró su campera y se fue, y me dejó pensando... siempre habíamos soñado con hacer ese viaje, pero para eso debía poner en riesgo mis creencias.

El jueves 13 de enero, estaba yo parada frente a la casa de Clara con el bolso en la mano. Cuando salió fuimos en busca de un colectivo que nos lleve al monasterio. 

Nunca me había sentido tan fuera de lugar, nunca había rezado a un ser superior. Los primeros meses fueron una tortura, no me acostumbraba a levantarme cada día a las seis de la mañana para comenzar una ceremonia tan particular.

Un año después de aquella charla con mates, golpearon a la puerta de mi pieza. Carla entró, se sentó en el borde de mi cama y me entregó un sobre. Al abrirlo encontré dos pasajes y una nota que decía: "Porque ahora mirás el mundo con otros ojos."